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LA ISLA DEL TESORO

me. Pero, ya más cauto y muy gradualmente, púseme al fin en el verdadero camino de mi meta, guiando mi esquife bordeando las grandes olas y sin poder impedir, con todo y eso, que la cresta de alguna azotara la proa de mi barquilla y salpicara mi rostro con su desbaratada espuma.

Á la sazón mi avance sobre la goleta era ya rápido y perceptible. Ya podía distinguir bien el brillo del metal en la caña del timón cuando éste se movía golpeando, y sin embargo, todavía no aparecía un alma sobre cubierta. No pude suponer otra cosa, en consecuencia, sino que la goleta había sido abandonada. De no ser así, los hombres aquellos deberían estar abajo borrachos, como muertos, en cuyo caso me sería fácil quizás asegurarlos y hacer con la goleta lo que me pareciera.

Por un buen rato ésta se había mantenido haciendo lo que podía no ser peor para mí, esto es, continuar en el mismo estado de inercia. Su proa iba casi directamente al Sur, sin dejar de guiñar, por supuesto, á cada momento. Á cada guiñada, dejaba caer hacia afuera sus velas, en parte hinchadas, y éstas la volvían á poner, en un instante, enfilando el viento una vez más. He dicho que esto era para mí lo peor de todo, porque, sin gobierno como la goleta iba, con su velámen tronando como un cañón y las olas azotando ruidosamente los costados y bañando la obra muerta, continuaba, sin embargo, corriendo delante de mí, no sólo con la velocidad natural de la corriente, sino con toda la fuerza de su deriva que, naturalmente, era muy grande.

La oportunidad, al cabo, concluyó por presentárseme. La brisa se puso por algunos momentos sumamente baja