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LA ISLA DEL TESORO

dicen los marineros, iba hablando en voz alta, hollando los incontables borbollones, con un bamboleo incesante y desordenado. No bien hube visto á través de la porta, comprendí por qué razón aquel bamboleo extraño no había provocado alarma alguna en los vigilantes de la goleta. Una ojeada me bastó para explicármelo, y debo añadir que una ojeada fué todo lo que me atreví á aventurar, desde aquel inseguro apoyo. Lo que ví fué que Hands y su compañero estaban allí encerrados juntos, empeñados en un combate encarnizado, cada uno con la mano echada á la garganta de su adversario.

Me deslicé otra vez sobre el travesaño de mi esquife, y á fe que ya era tiempo, pues con un segundo más de dilación habría sido hombre al agua infaliblemente. No podía ver nada por el momento, á no ser aquellas dos horribles caras amoratadas por la furia, retorciéndose en gestos abominables bajo la humeante lámpara: tuve, pues, que cerrar los ojos para acostumbrarlos de nuevo á la oscuridad por algún rato.

Cuando esto pasaba, la balada aquella cantada en el campamento, que amenazaba durar eternamente, había concluído ya, y la bien sisada compañía de piratas, reunida en torno del fuego, prorrumpía á la sazón en aquel coro que tan conocido me era:

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto,
Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el rom!
El diablo y la bebida hicieron todo el resto,
El diablo ¡yo—ho—hó! el diablo ¡viva el rom!


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Precisamente, pensaba yo, á aquella misma hora ¡qué ocupados andaban la bebida y el diablo en la cámara de La Española! En esto sorprendióme sobremanera sen-