escapar su cuchilla en la refriega, ya iba en aquel momento saltando de nuevo sobre la empalizada para ponerse á cubierto de la muerte que se cernía sobre su cabeza.
¡Fuego desde adentro!, gritó el Capitán. ¡Y Vds. muchachos, al reducto de nuevo!
Pero su orden ya no tuvo efecto: ningún disparo partió de las troneras y el último de los asaltantes pudo escapar sano y salvo y desaparecer con todos los demás en el bosque. En tres segundos no quedaban ya más trazas de los asaltantes que los cinco de ellos que habían caído en la refriega, de los cuales, cuatro yacían dentro y el quinto fuera del recinto de la estacada.
El Doctor, Gray y yo corrimos con todas nuestras fuerzas para ponernos al abrigo, pues era probable que los asaltantes volvieran pronto del lugar en que habían dejado sus mosquetes y abrieran una vez más el fuego sobre nosotros.
Nuestra casa, á la sazón, estaba ya bastante despejada del humo y pudimos ver, á la primera ojeada, el precio á que habíamos comprado la victoria. Hunter yacía sin sentido al pie de su tronera. Joyce, cerca de él, con una bala en el cerebro, yacía también para no volver á moverse nunca, y en el medio del recinto el Caballero estaba sosteniendo al Capitán, tan pálido el uno como el otro.
—El Capitán está herido, dijo el Sr. de Trelawney.
—¿Han corrido esos?, preguntó el Capitán Smollet.
—Piernas les faltaban, contestó el Doctor. Pero allí están cinco de ellos que no volverán á correr más.
—¿Cinco?, exclamó el Capitán. ¡Tanto mejor, vamos! Cinco de ellos y tres de nosotros; eso nos deja nueve contra cuatro. Eso es ya mucho menos despropor-