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LA ISLA DEL TESORO

Así se pasó más de una hora.

—¡Mal rayo los parta! dijo el Capitán. Esto sí que es tan pesado como una calma-chicha. Gray, sílbale al viento.

Como si alguien hubiera oído los votos del Capitán, en aquel mismo instante nos llegó la primera noticia del ataque.

—Dispense Vd. Capitán, dijo Joyce; si descubro á alguno, ¿debo hacer fuego?

—Ya lo he dicho antes, contestó el Capitán.

—Mil gracias, señor, contestó Joyce con la misma y tranquila cortesía.

Por algunos momentos nada sucedió, pero aquel corto diálogo nos había puesto á todos alerta, concentrando toda nuestra vida en los oídos y los ojos. Los tiradores seguían con sus mosquetes en las manos; el Capitán en el centro del reducto con los labios muy apretados y con el ceño fruncido.

Así trascurrieron unos segundos más hasta que de repente oímos á Joyce preparar su arma y disparar acto continuo. Todavía no se apagaba el eco de su detonación, cuando ya lo oímos repetido por disparos que partían de afuera, uno tras de otro, en una descarga nutrida, sobre cada uno de los cuatro costados del reducto. Varias balas dieron contra los postes de los muros, pero ninguna penetró adentro. Cuando el humo se hubo disipado, la estacada y el bosque que la circunda aparecían tan quietos y desocupados como antes: ni una rama se movía; ni el brillo del cañón de un sólo mosquete denunciaba la presencia de nuestros adversarios.

—¿Le acertaste á tu hombre?, preguntó el Capitán.