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LA ISLA DEL TESORO

—Amigos míos, acabo de descargar sobre Silver una verdadera andanada. Le he puesto, de propósito, en punto de brea hirviendo y así es que, como ya nos lo ha anunciado él mismo, antes de que trascurra una hora, tendremos que sufrir el abordaje. Son más que nosotros, no necesito recordarlo, pero nosotros peleamos á cubierto: un minuto hace que tal vez habría yo añadido “y con disciplina.” No cabe duda, por lo mismo, de que podemos darles una buena sacudida si Vds. gustan.

Dicho esto recorrió las filas para cerciorarse de que todo estaba listo y en orden.

En los dos costados más angostos, ó sea en las cabeceras de la cabaña, que veían al Este y al Oeste, no había más que dos troneras; en el lado Sur que era en el que estaba el portalón, no había también más que dos, y cinco en el muro del lado Norte. Teníamos por todo, unos veinte mosquetes para siete que éramos. La leña había sido arreglada en cuatro pilas,—llamémosles mesas—una hacia el medio de cada uno de los lados, y sobre cada una de esas mesas, se colocaron cuatro mosquetes bien cargados, listos para que los defensores del reducto los tuvieran á la mano. En el centro los sables todos estaban alineados en orden.

—Apáguese el fuego, dijo el Capitán. El frío ha pasado ya y no es conveniente que tengamos humo en los ojos.

El cesto de hierro con sus leños encendidos fué sacado por el Sr. Trelawney en persona, fuera de la cabaña, y las brasas se apagaron con arena.

—Hawkins no ha almorzado todavía, continuó el Capitán. Vamos, chico, despáchate por tu mano y vuélvete