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CAPÍTULO XX
LA EMBAJADA DE SILVER

¡Era cierto! Dos hombres estaban allá, fuera de la estacada, uno de ellos agitando una bandera blanca, y el otro de pie, junto á él, con tranquilo continente: este era nada menos que el mismísimo Silver.

Todavía era, á la sazón, bastante temprano, y la mañana era tan fría que jamás sentí otra peor fuera de Inglaterra, pues un cierzo helado materialmente penetraba hasta la médula de los huesos. El cielo estaba claro, sin la más pequeña nube, y las cumbres de los árboles tenían en aquel instante el tinte rosado de la mañana. Pero en el bajío en que estaban Silver y su acompañante todavía quedaba bastante sombra y aparecían como sepultados hasta la rodilla en una bruma baja, que durante la noche había brotado del pantano. El cierzo frío y el vapor aquel, existiendo al mismo tiempo, daban una idea de la isla, tristísima por cierto. Era evidente que aquel era un lugar húmedo, pantanoso, ardiente é insalubre por excelencia.

—¡Todo el mundo adentro!, gritó el Capitán; apuesto diez contra uno á que esto envuelve alguna mala pasada.