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LA ISLA DEL TESORO

revoloteaba entre los ramajes del bosque, encrespando la parda superficie del agua del fondeadero. El reflejo iba ya muy lejos y grandes porciones de playa aparecían descubiertas. El aire, después del terrible calor del día, era más que fresco y yo sentía que me escalofriaba á través de mi jubón.

La Española permanecía aun al ancla en el mismo lugar en que habíamos fondeado en la mañana; solamente que en el tope de su palo mayor no flameaba ya, por cierto, la bandera de la Unión Británica, sino la enseña siniestra de los piratas. Desde mi escondite pude ver una nueva luz relampaguear á bordo, y oí una nueva detonación, al par que otra bala zumbaba por el viento, mientras los ecos repetían aun el trueno del disparo. Aquel fué, sin embargo, el último del cañoneo.

Permanecí todavía por cierto tiempo en mi punto de observación, dándome cuenta de la baraúnda y el alboroto que siguieron al ataque. Algunos de los piratas se ocupaban en despedazar con hachas algo que estaba en la playa, no lejos de la estacada: era nada menos que el pobre serení, según descubrí después. Allá más lejos, cerca de la desembocadura del riachuelo se veía el resplandor de un buen fuego brillando entre la arboleda, y entre aquel punto y el buque, uno de los esquifes andaba yendo y viniendo, con sus remeros á quienes poco antes había visto yo hoscos y amenazadores, cantando ahora y silbando como chiquillos, si bien es verdad que sus voces tenían un acento que denunciaba el rom desde á legua.

Pensé, al cabo, que ya podía y debía efectuar mi vuelta á la estacada. Habíame colocado muy abajo en la punta arenosa que encerraba el ancladero hacia el Este y que