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LA ISLA DEL TESORO

la camisa, empuñar el arma y hacerla zumbar, blandiéndola por el aire. Era cosa que se veía desde luego que aquel nuestro nuevo aliado era todo un marino de pelo en pecho.

Á unos cuarenta pasos de aquella rápida detención llegamos al lindero del bosque y vimos la estacada frente á nosotros. Nos lanzamos á ella, entrando á su recinto por el lado sur, cuya empalizada salvamos rápidos como el rayo, y casi en el instante mismo siete de los amotinados, con Job Ánderson el contramaestre á la cabeza, aparecieron en el lado Sudoeste lanzando gritos tremendos.

Detuviéronse un momento al llegar allí, como si se sintieran cogidos por retaguardia, pero antes de que ellos tuvieran tiempo de recobrarse de su sorpresa, no sólo Trelawney y yo, sino también Hunter y Joyce tuvimos tiempo de hacer fuego desde el reducto. Los cuatro tiros no sonaron en una descarga muy simultánea, pero hicieron su efecto, eso sí. Uno de los enemigos cayó redondo y los restantes, sin vacilar más tiempo, volvieron la espalda y se parapetaron tras de los árboles.

Después de cargar de nuevo nuestras armas, salimos afuera de la empalizada para reconocer al enemigo que había caído. Estaba muerto y muy bien muerto, con el corazón atravesado de parte á parte.

Ya comenzábamos á felicitarnos de nuestra buena suerte cuando en aquel mismo instante una detonación de pistola se dejó oir en el matorral más cercano; la bala silbó junto á mi oído y el pobre de Tom Redruth se tambaleó y cayó en el suelo de largo á largo. Tanto el Caballero como yo devolvimos el tiro, pero como no teníamos