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LA ISLA DEL TESORO

comencé á correr de nuevo, esta vez en dirección de los botes.

Pero en pocos segundos la horrible figura, después de dar una gran vuelta, se me igualó en la carrera y aun comenzó á avanzar delante de mí. Yo estaba bien exhausto ya, no cabía duda, pero aun cuando hubiese estado fresco y descansado, ví muy pronto que era una locura el pretender luchar en velocidad con adversario semejante. De un tronco á otro aquella extraña criatura parecía volar como un ciervo, corriendo á semejanza del hombre, en dos pies, pero diferenciándose de la carrera humana en que como ciertas aves se dejan ir en el espacio por largo tiempo con las alas cerradas, esta se deslizaba á trechos hacia abajo por la pendiente, de una manera fantástica, maravillosa é inexplicable para mí. Y sin embargo, era un hombre, ya no me era posible dudarlo por más tiempo.

Vínome á la imaginación en el acto todo cuanto había oído ó leído sobre caníbales y aun estuve á punto de gritar ¡socorro! Pero el mero hecho de ser aquel un hombre, aunque fuese un salvaje, me había ya serenado un poco, y el miedo que Silver me inspiraba reapareció vivo y formidable en mi ánimo. Me detuve, pues, por el momento, y buscando en mi atribulada imaginación alguna puerta de salvamento ó de escape, me acordé, de pronto, de la pistola que llevaba conmigo. Y no hice más que recordar que no estaba tan indefenso, y sentí que el valor volvía á mi corazón, y dando el rostro resueltamente al hombre de la isla, marché hacia él con paso vigoroso.

En este momento él estaba oculto tras de otro tronco de árbol, pero debe haberse estado espiándome muy atentamente, porque tan luego como yo me adelanté hacia don-