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LA ISLA DEL TESORO

por lo menos, supongo que la verdad era que todos estaban disgustados por el ejemplo de los cabecillas, sólo que unos lo estaban más que otros, y que, algunos de ellos, siendo en el fondo buenos sujetos, no podían ser ni convencidos ni arrastrados á ir más allá que el simple disgusto. Una cosa es sentirse con lasitud y mal humor y otra muy diferente el pensar en apoderarse de un navío asesinando á un buen número de personas inocentes.

Por fin la partida quedó organizada. Seis de ellos se quedaron á bordo y los trece restantes, incluyendo á Silver comenzaron á embarcarse.

Fué entonces cuando me ocurrió la primera de las insensatas ideas que contribuyeron á salvar nuestras vidas. Si Silver dejaba á seis de sus hombres, era claro que nuestro grupo no podía montarse en la goleta, en pie de guerra, como en una fortaleza; y no siendo los de la dicha reserva más que seis, era también indudable que el bando de popa no necesitaba por el momento de ninguna ayuda. Ocurrióseme, pues, instantáneamente el ir á tierra. En un abrir y cerrar de ojos me deslicé sobre la balaustra y dejándome correr por una de las escotas de proa, caí dentro de uno de los botes en el instante mismo en que se ponía en movimiento.

Ninguno notó mi presencia; sólo el remero de proa me dijo:

—¡Ah! ¿eres tú Jim? Baja bien la cabeza.

Pero Silver desde el otro bote comenzó á lanzar miradas penetrantes é investigadoras para tratar de averiguar si era yo el que iba allí. Desde ese mismo instante comencé á arrepentirme de lo que había hecho.

Los dos grupos de marineros se divertían remando á