más raro, alzándose casi derecho, por todos lados y apareciendo después cortado repentinamente en la cima, como si fuese un pedestal listo para recibir una estatua.
La Española vaciaba á torrentes sus imbornales en la agitada superficie de un mar de leva. Los botalones chocaban con los motones, el timón golpeaba de un lado y otro y todo el navío rechinaba y parece que gemía y temblaba como una gran fábrica en operación. Yo me veía obligado á asirme á los brandales de los masteleros con todas mis fuerzas y sentía que el mundo entero daba vueltas vertiginosamente en torno de mi cabeza, porque aun cuando yo era ya un marino bastante bueno, cuando el buque iba en marcha, aquella movible inmovilidad (permítaseme la frase), aquel meneo desesperante sin salir de un punto y aquel verme rodado de aquí para allá como una botella suelta, fueron cosas que jamás afronté sin sentirme desfallecido, sobre todo en la mañana y cuando el estómago estaba completamente vacío.
Quizás fué por esto; tal vez fué por el aspecto de la isla con sus cenicientos y melancólicos bosques, con sus salvajes espirales de rocas y con su marejada que podíamos ver y oir quebrándose tronante y espumosa en la escarpada costa; el hecho es que, aunque el sol brillaba claro y ardiente y los pájaros costaneros pescaban y gritaban alegremente en torno nuestro, y aun cuando era de creerse que después de tantos días de no ver más que agua y cielo todos deberían sentirse contentos de saltar á tierra, mi valor y mi sangre toda, como dice el adagio, se habían bajado á los talones, y desde el primer instante en que mis ojos la veían, aquella esperada Isla del Tesoro me inspiraba el más profundo y cordial aborrecimiento.