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LA ISLA DEL TESORO

ruth y yo tomásemos dos de ellos y que el Sr. Arrow y el Capitán durmiesen sobre cubierta en lo que se llama en náutica la carroza, la cual había sido ensanchada de un lado y otro hasta ponerla en estado de casi poder llamarle la toldilla. Era ésta bien baja, ciertamente, pero no tanto que no permitiese colgar con comodidad un par de hamacas, y aun creo que el Piloto pareció muy contento con el arreglo, aunque él, quizás, no estaba muy seguro de la tripulación. Empero esto no pasa de simple conjetura, pues como se verá muy pronto, no tuvimos por largo tiempo el beneficio de sus opiniones.

Estábamos todos trabajando rudamente en el cambio de la pólvora y armas y en el arreglo de las literas y camarotes cuando los últimos dos tripulantes y John Silver con ellos llegaron en un botecito costanero.

El cocinero saltó á bordo con la ligereza de un mono y no bien hubo visto lo que estábamos haciendo, exclamó:

—Hola muchachos, ¿de qué se trata?

—Cambiando las municiones y las armas, ya lo ve Vd., respondió un marinero.

-¿Por qué, con mil diablos?, prorrumpió Silver. ¡Si nos entretenemos en eso vamos á perder la marea de la mañana!

—Yo lo he mandado, dijo el Capitán secamente. Vd., amigo, bájese á su cocina que las gentes deben sentir ganas de cenar antes de mucho.

—Corriendo, corriendo, contestó el cocinero y tocándose, por vía de reverencia, la melena; y desapareció en el acto en dirección de su galera.

—Ese es un buen hombre, Capitán, dijo el Doctor.

—Es muy posible, Caballero, replicó el Capitán, en paz