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CANTO VIGÉSIMO CUARTO

dones que el dios reparte: en el uno están los azares y en el otro las suertes. Aquél á quien Júpiter, que se complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe azares, vive con afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra, y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres. Así las deidades hicieron á Peleo grandes mercedes desde su nacimiento: aventajaba á los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los mirmidones, y siendo mortal, tuvo por mujer á una diosa; pero también le impusieron un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo uno engendró, á mí, cuya vida ha de ser breve; y no le cuido en su vejez, porque permanezco en Troya, lejos de la patria, para contristarte á ti y á tus hijos. Y dicen que también tú, oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó Mácar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre todos por tu riqueza y por tu prole. Mas, desde que los dioses celestiales te trajeron esta plaga, sucédense alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo resignado y no dejes que se apodere de tu corazón un pesar continuo, pues nada conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni lograrás que se levante; y quizás tengas que padecer una nueva desgracia.»

552 Respondió el anciano Príamo, semejante á un dios: «No me hagas sentar en esta silla, alumno de Júpiter, mientras Héctor yace insepulto en la tienda. Entrégamelo para que lo contemple con mis ojos, y recibe el cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver á tu patria, ya que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.»

559 Mirándole con torva faz, le dijo Aquiles, el de los pies ligeros: «¡No me irrites más, oh anciano! Dispuesto estoy á entregarte el cadáver de Héctor, pues para ello Júpiter envióme como mensajera la madre que me parió, la hija del anciano del mar. Comprendo también, y no se me oculta, que un dios te trajo á las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se atrevería á venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni quitaría con facilidad la barra que asegura la puerta. Abstente, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que deje de respetarte, oh anciano, á pesar de que te hallas en mi tienda y eres un suplicante, y viole las órdenes de Júpiter.»