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LA ILÍADA

Júpiter no te enviara su mensajera, yo no te aconsejaría que fueras á las naves de los argivos por mucho que lo desees.»

299 Respondióle el deiforme Príamo: «¡Mujer! No dejaré de obrar como me recomiendas. Bueno es levantar las manos á Júpiter para que de nosotros se apiade.»

302 Dijo así el anciano, y mandó á la esclava despensera que le diese agua limpia á las manos. Presentóse la cautiva con una fuente y un jarro. Y Príamo, así que se hubo lavado, recibió la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del patio; libó el vino, alzando los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:

308 «¡Padre Júpiter, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al llegar á la tienda de Aquiles le sea grato y de mí se apiade; y haz que aparezca á mi derecha tu veloz mensajera, el ave que te es más cara y cuya fuerza es inmensa, para que después de verla con mis propios ojos vaya, alentado por el agüero, á las naves de los dánaos, de rápidos corceles.»

314 Tal fué su plegaria. Oyóla el próvido Júpiter, y al momento envió la mejor de las aves agoreras, un águila rapaz de color obscuro, conocida con el nombre de percnón. Cuanta anchura suele tener en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien adaptada al marco y asegurada por un cerrojo; tanto espacio ocupaba con sus alas, desde el uno al otro extremo, el águila que apareció volando á la derecha por cima de la ciudad. Al verla, todos se alegraron y la confianza renació en sus pechos.

322 El anciano subió presuroso al carro y lo guió á la calle, pasando por el vestíbulo y el pórtico sonoro. Iban delante los mulos que arrastraban el carro de cuatro ruedas, y eran gobernados por el prudente Ideo; seguían los caballos que el viejo aguijaba con el látigo para que atravesaran prestamente la ciudad; y todos los amigos acompañaban al rey, derramando abundantes lágrimas, como si á la muerte caminara. Cuando hubieron bajado de la ciudad al campo, hijos y yernos regresaron á Ilión. Mas al atravesar Príamo y el heraldo la llanura, no dejó de advertirlo Júpiter, que vió al anciano y se compadeció de él. Y llamando en seguida á su hijo Mercurio, hablóle de esta manera:

334 «¡Mercurio! Puesto que te es grato acompañar á los hombres y oyes las súplicas del que quieres; anda, ve y conduce á Príamo á las cóncavas naves aqueas, de suerte que ningún dánao le vea hasta que haya llegado á la tienda del Pelida.»

339 Así habló. El mensajero Argicida no fué desobediente: calzóse