tóse después el fuerte Diomedes Tidida, el cual puso el yugo á los corceles de Tros que quitara á Eneas cuando Apolo salvó á este héroe. Alzóse luego el rubio Menelao, noble hijo de Atreo, y unció al carro la corredora yegua Eta, propia de Agamenón, y su veloz caballo Podargo. Había dado la yegua á Agamenón, como presente, Equépolo, hijo de Anquises, por no seguirle á la ventosa Ilión y gozar tranquilo en la vasta Sición, donde moraba, de la abundante riqueza que Júpiter le concediera; ésta fué la yegua que Menelao unció al yugo, la cual estaba deseosa de correr.—Fué el cuarto en aparejar los corceles de hermoso pelo Antíloco, hijo ilustre del magnánimo rey Néstor Nelida: de su carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su padre se le acercó y empezó á darle buenos consejos, aunque no le faltaba inteligencia:
306 «¡Antíloco! Si bien eres joven, Júpiter y Neptuno te quieren y te han enseñado todo el arte del auriga. No es preciso, por tanto, que yo te instruya. Sabes perfectamente cómo los caballos deben dar la vuelta en torno de la meta; pero tus corceles son los más lentos en correr, y temo que algún suceso desagradable ha de ocurrirte. Empero, si otros caballos son más veloces, sus conductores no te aventajan en obrar sagazmente. Ea, pues, querido, piensa en emplear toda clase de habilidades para que los premios no se te escapen. El leñador más hace con la habilidad que con la fuerza; con su habilidad el piloto gobierna en el vinoso ponto la veloz nave combatida por los vientos; y con su habilidad puede un auriga vencer á otro. El que confía en sus caballos y en su carro, les hace dar vueltas imprudentemente acá y allá, y luego los corceles divagan en la carrera y no los puede sujetar; mas el que conoce los recursos del arte y guía caballos inferiores, clava los ojos continuamente en la meta, da la vuelta cerca de la misma, y no le pasa inadvertido cuándo debe aguijar á aquéllos con el látigo de piel de buey: así, los domina siempre, á la vez que observa á quien le precede. La meta de ahora es muy fácil de conocer, y voy á indicártela para que no dejes de verla. Un tronco seco de encina ó de pino, que la lluvia no ha podrido aún, sobresale un codo de la tierra; encuéntranse á uno y otro lado del mismo, cuando el camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el terreno es llano por todas partes y propio para las carreras de carros: el tronco debe de haber pertenecido á la tumba de un hombre que ha tiempo murió, ó fué puesto como mojón por los antiguos; y ahora el divino Aquiles, el de los pies ligeros, lo ha elegido por meta. Acércate á ésta y den la vuelta casi tocándola carro y caballos; y tú