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CANTO VIGÉSIMO SEGUNDO

246 Así diciendo, Minerva, para engañarle, empezó á caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente á frente, dijo el primero el gran Héctor, de tremolante casco:

250 «No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces dí la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca á esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele á afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea, pongamos á los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Jove me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver á los aqueos. Obra tú conmigo de la misma manera.»

260 Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Héctor, á quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos á otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre á Marte, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Minerva te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, á quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.»

273 En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse aquélla en el suelo, y Palas Minerva la arrancó y devolvió á Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelida:

279 «¡Erraste el golpe, deiforme Aquiles! Nada te había revelado Júpiter acerca de mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente á frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que todo su hierro se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los teucros, si tú murieses; porque eres su mayor azote.»

289 Así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar