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LA ILÍADA

rir gloriosamente ante la misma. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro de Aquiles, le dijera que permitía á los Atridas llevarse á Helena y las riquezas que Alejandro trajo á Ilión en las cóncavas naves, que esto fué lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir á los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento á los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré á suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como á una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es conversar con él desde lo alto de una encina ó de una roca, como un mancebo y una doncella: sí, como un mancebo y una doncella suelen conversar. Mejor será empezar el combate, para que veamos pronto á quién el Olímpico concede la victoria.»

131 Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquiles, cual si fuese Marte, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el resplandor del encendido fuego ó del sol naciente. Héctor, al verle, se echó á temblar y ya no pudo permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma; ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita á cogerla; así Aquiles volaba enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando á sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahigo; y llegaron á los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Janto voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve ó el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndole: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; por-