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CANTO DÉCIMOCTAVO

preciso refrenar el furor del pecho. Iré á buscar al matador del amigo querido, á Héctor; y sufriré la muerte cuando lo dispongan Júpiter y los demás dioses inmortales. Pues ni el fornido Hércules pudo librarse de ella, con ser carísimo al soberano Jove Saturnio, sino que el hado y la cólera funesta de Juno le hicieron sucumbir. Así yo, si he de tener igual suerte, yaceré en la tumba cuando muera; mas ahora ganaré gloriosa fama y haré que algunas de las matronas troyanas ó dardanias, de profundo seno, den fuertes suspiros y con ambas manos se enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas. Conozcan que hace días que me abstengo de combatir. Y tú, aunque me ames, no me prohibas que pelee, pues no lograrás persuadirme.»

127 Respondióle Tetis, la de los argentados pies: «Sí, hijo, es justo, y no puede reprobarse que libres á los afligidos compañeros de una muerte terrible; pero tu magnífica armadura de luciente bronce la tienen los teucros, y Héctor, el de tremolante casco, se vanagloria de cubrir con ella sus hombros. Con todo eso, me figuro que no durará mucho su jactancia, pues ya la muerte se le avecina. Tú no entres en combate hasta que con tus ojos me veas volver; y mañana, al romper el alba, vendré á traerte una hermosa armadura fabricada por Vulcano.»

138 Cuando así hubo hablado, dejó á su hijo; y volviéndose á las nereidas, sus hermanas, les dijo:

140 «Bajad vosotras al anchuroso seno del mar, id al alcázar del anciano padre y contádselo todo; y yo subiré al elevado Olimpo para que Vulcano, el ilustre artífice, dé á mi hijo una magnífica y reluciente armadura.»

145 Así habló. Las nereidas se sumergieron prestamente en las olas del mar, y Tetis, la diosa de los argentados pies, enderezó sus pasos al Olimpo para proporcionar á su hijo las magníficas armas.

148 Mientras la diosa se encaminaba al Olimpo, los aqueos, de hermosas grebas, huyendo con gritería inmensa ante Héctor, matador de hombres, llegaron á las naves y al Helesponto; y ya no podían sacar fuera de los tiros el cadáver de Patroclo, escudero de Aquiles, porque de nuevo los alcanzaron los teucros con sus carros y Héctor, hijo de Príamo, que por su vigor parecía una llama. Tres veces el esclarecido Héctor asió á Patroclo por los pies é intentó arrastrarlo, exhortando con horrendos gritos á los teucros; tres veces los Ayaces, revestidos de impetuoso valor, le rechazaron. Héctor, confiando en su fuerza, unas veces se arrojaba á la pelea, otras