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CANTO DÉCIMOSÉPTIMO

469 «¡Automedonte! ¿Qué dios te ha sugerido tan inútil propósito dentro del pecho y te ha privado de tu buen juicio? ¿Por qué, estando solo, combates con los teucros en la primera fila? Tu compañero recibió la muerte, y Héctor se vanagloría de cubrir sus hombros con las armas del Eácida.»

474 Respondióle Automedonte, hijo de Diores: «¡Alcimedonte! ¿Cuál otro aqueo podría sujetar ó aguijar estos caballos inmortales mejor que tú, si no fuera Patroclo, consejero igual á los dioses, mientras estuvo vivo? Pero ya la muerte y el destino le alcanzaron. Recoge el látigo y las lustrosas riendas, y yo bajaré del carro para combatir.»

481 Así habló. Alcimedonte, subiendo en seguida al veloz carro, tomó el látigo y las riendas, y Automedonte saltó á tierra. Advirtiólo el esclarecido Héctor; y al momento dijo á Eneas, que á su vera estaba:

485 «¡Eneas, consejero de los teucros, de broncíneas lorigas! Advierto que los corceles del Eácida, ligero de pies, aparecen nuevamente en la lid guiados por aurigas débiles. Y creo que me apoderaría de los mismos, si tú quisieras ayudarme; pues arremetiendo nosotros á los aurigas, éstos no se atreverán á resistir ni á pelear frente á frente.»

491 Dijo; y el valeroso hijo de Anquises no dejó de obedecerle. Ambos pasaron adelante, protegiendo sus hombros con sólidos escudos de pieles secas de buey, cubiertas con gruesa capa de bronce. Siguiéronles Cromio y el deiforme Areto, que tenían grandes esperanzas de matar á los aurigas y llevarse los corceles de erguido cuello. ¡Insensatos! No sin derramar sangre habían de escapar de Automedonte. Éste, orando al padre Júpiter, llenó de fuerza y vigor las negras entrañas; y en seguida dijo á Alcimedonte, su fiel compañero:

501 «¡Alcimedonte! No tengas los caballos lejos de mí; sino tan cerca, que sienta su resuello sobre mi espalda. Creo que Héctor Priámida no calmará su ardor hasta que suba al carro de Aquiles y gobierne los corceles de hermosas crines, después de darnos muerte á nosotros y desbaratar las filas de los guerreros argivos; ó él mismo sucumba, peleando con los combatientes delanteros.»

506 Cuando esto hubo dicho, llamó á los dos Ayaces y á Menelao: «¡Ayaces, caudillos de los argivos! ¡Menelao! Dejad á los más fuertes el cuidado de rodear al muerto y defenderle, rechazando las haces enemigas; y venid á librarnos del día cruel á nosotros que aún vivimos, pues se dirigen á esta parte, corriendo á través del luctuoso