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CANTO DÉCIMOSEXTO

cínea punta cayó á lo lejos con gran ruido. Entonces reconoció el eximio Ayax la intervención de los dioses, estremecióse porque Júpiter altitonante les frustraba todos los medios de combate y quería dar la victoria á los teucros, y se puso fuera del alcance de los tiros. Los teucros arrojaron voraz fuego á la velera nave, y pronto se extendió por la misma una llama inextinguible. Así que el fuego rodeó la popa, Aquiles, golpeándose el muslo, dijo á Patroclo:

126 «¡Sus, Patroclo, de jovial linaje, hábil jinete! Ya veo en las naves la impetuosa llama del fuego destructor: no sea que se apoderen de ellas y ni medios para huir tengamos. Apresúrate á vestir las armas, y yo en tanto reuniré la gente.»

130 Dijo, y Patroclo vistió la armadura de luciente bronce: púsose en las piernas elegantes grebas, ajustadas con broches de plata; protegió su pecho con la coraza labrada, refulgente, del Eácida, de pies ligeros; colgó del hombro una espada, guarnecida de argénteos clavos; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la cabeza con un hermoso casco, cuyo terrible penacho, de crines de caballo, ondeaba en la cimera, y asió dos lanzas fuertes que su mano pudiera blandir. Solamente dejó la lanza ponderosa, grande y fornida del eximio Eácida, porque Aquiles era el único aqueo capaz de manejarla: había sido cortada de un fresno de la cumbre del Pelión y regalada por Quirón al padre de Aquiles, para que con ella matara héroes. Luego, Patroclo mandó á Automedonte—el amigo á quien más honraba después de Aquiles, destructor de hombres, y el más fiel en resistir á su lado la acometida del enemigo en las batallas—que enganchara los caballos. Automedonte unció bajo el yugo á Janto y Balio, corceles ligeros que volaban como el viento y tenían por madre á la harpía Podarga, la cual paciendo en una pradera junto al Océano, los concibió del Céfiro. Y con ellos puso al excelente Pédaso, que Aquiles se llevara de la ciudad de Eetión cuando la tomó; corcel que, no obstante su condición de mortal, seguía á los caballos inmortales.

155 Aquiles, recorriendo las tiendas, hacía tomar las armas á todos los mirmidones. Como carniceros lobos dotados de una fuerza inmensa despedazan en el monte un grande cornígero ciervo que han matado y sus mandíbulas aparecen rojas de sangre; luego van en tropel á lamer con las tenues lenguas el agua de un profundo manantial, eructando por la sangre que han bebido, y su vientre se dilata, pero el ánimo permanece intrépido en el pecho; de igual manera, los jefes y príncipes de los mirmidones se reunían presuro-