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CANTO DÉCIMOSEXTO

20 Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero Patroclo: «¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aquivos! No te enfades, porque es muy grande el pesar que los abruma. Los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en los bajeles—con arma arrojadiza fué herido el poderoso Diomedes Tidida; con la pica, Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; á Eurípilo flecháronle en el muslo,—y los médicos, que conocen muchas drogas, ocúpanse en curarles las lesiones. Tú, Aquiles, eres implacable. ¡Jamás se apodere de mí un rencor como el que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor! ¿Á quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas á los argivos de una muerte indigna? ¡Despiadado! No fué tu padre el jinete Peleo, ni Tetis tu madre; el glauco mar ó las escarpadas rocas debieron de engendrarte, porque tu espíritu es cruel. Si te abstienes de combatir por algún vaticinio que tu madre, enterada por Jove, te haya revelado, envíame á mí con los demás mirmidones, por si llego á ser la aurora de la salvación de los dánaos; y permite que cubra mis hombros con tu armadura para que los teucros me confundan contigo y cesen de pelear, los belicosos dánaos que tan abatidos están se reanimen y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Nosotros, que no nos hallamos extenuados de fatiga, rechazaríamos fácilmente de las naves y de las tiendas hacia la ciudad á esos hombres que de pelear están cansados.»

46 Así le suplicó el gran insensato; y con ello llamaba á la Parca y á la terrible muerte. Aquiles, el de los pies ligeros, le contestó muy indignado:

49 «¡Ay de mí, Patroclo, de jovial linaje, qué dijiste! No me abstengo por ningún vaticinio que sepa y tampoco la veneranda madre me dijo nada de parte de Júpiter; sino que se me oprime el corazón y el alma cuando un hombre, porque tiene más poder, quiere privar á su igual de lo que le corresponde y le quita la recompensa. Tal es el gran pesar que tengo, á causa de las contrariedades que mi ánimo ha sufrido. La moza que los aqueos me adjudicaron como recompensa y que había conquistado con mi lanza, al tomar una bien murada ciudad, el rey Agamenón me la quitó como si yo fuera un miserable advenedizo. Mas dejemos lo pasado; no es posible guardar siempre la ira en el corazón, aunque me había propuesto no deponer la cólera hasta que la gritería y el combate llegaran á mis bajeles. Cubre tus hombros con mi magnífica armadura, ponte al frente de los mirmidones y llévalos á la pelea; pues negra nube de teucros