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LA ILÍADA

teucro cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. Como el perro se abalanza al cervato herido por una flecha que al saltar de la madriguera le tira un cazador, dejándole sin vigor los miembros; así el belicoso Antíloco se arrojó á ti, oh Melanipo, para quitarte la armadura. Mas no pasó inadvertido para el divino Héctor; el cual, corriendo á través del campo de batalla, fué al encuentro de Antíloco; y éste, aunque era luchador brioso, huyó sin esperarle, parecido á la fiera que causa algún daño, como matar á un perro ó á un pastor junto á sus bueyes, y huye antes que se reunan muchos hombres; así huyó el Nestórida; y sobre él, los teucros y Héctor, promoviendo inmenso alboroto, hacían llover acerbos tiros. Y Antíloco, tan pronto como llegó á juntarse con sus compañeros, se detuvo y volvió la cara al enemigo.

592 Los teucros, semejantes á carniceros leones, asaltaban las naves y cumplían los designios de Júpiter, el cual les infundía continuamente gran valor y les excitaba á combatir, y al propio tiempo abatía el ánimo de los argivos, privándoles de la gloria del triunfo, porque deseaba en su corazón dar gloria á Héctor Priámida, á fin de que éste arrojase el abrasador y voraz fuego en las corvas naves, y se realizara de todo en todo la funesta súplica de Tetis. El próvido Júpiter sólo aguardaba ver con sus ojos el resplandor de una nave incendiada, pues desde aquel instante haría que los teucros fuesen perseguidos desde las naves y daría la victoria á los dánaos. Pensando en tales cosas, el dios incitaba á Héctor Priámida, ya de por sí muy enardecido, á encaminarse hacia las cóncavas naves. Como se enfurece Marte blandiendo la lanza, ó se embravece el pernicioso fuego en la espesura de poblada selva, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma, los ojos le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente en sus sienes mientras peleaba. Y desde el éter, Júpiter protegía únicamente á Héctor, entre tantos hombres, y le daba honor y gloria; porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Minerva apresuraba la llegada del día fatal en que había de sucumbir á manos del Pelida. Héctor deseaba romper las filas de los combatientes, y probaba por donde veía mayor turba y mejores armas; mas, aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los dánaos, dispuestos en columna cerrada, hicieron frente al enemigo. Cual un peñasco escarpado y grande, que en la ribera del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de las ingentes olas que allí se rompen; así los dánaos aguardaban á pie firme á los teucros y no huían. Y Héctor, resplandeciente co-