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CANTO DÉCIMOQUINTO

nubes, los dioses del vasto Olimpo te rodeaban indignados, pero no podían desatarte—si entonces llego á coger á alguno, le arrojo de estos umbrales y llega á la tierra casi sin vida—y yo no lograba echar del corazón el continuo pesar que sentía por el divino Hércules, á quien tú, produciendo una tempestad con el auxilio del Bóreas, arrojaste con perversa intención al mar estéril y llevaste luego á la populosa Cos; allí le libré de los peligros y le conduje nuevamente á la Argólide, criadora de caballos, después que hubo padecido muchas fatigas. Te lo recuerdo para que pongas fin á tus engaños y sepas si te será provechoso haber venido de la mansión de los dioses á burlarme con los goces del amor.»

34 Así se expresó. Estremecióse Juno veneranda, la de los grandes ojos, y pronunció estas aladas palabras:

36 «Sean testigos la Tierra y el anchuroso Cielo y el agua de la Estigia, de subterránea corriente—que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses,—y tu cabeza sagrada y nuestro tálamo nupcial, por el que nunca juraría en vano: No es por mi consejo que Neptuno, el que sacude la tierra, daña á los teucros y á Héctor y auxilia á los otros; su mismo ánimo debe de impelerle y animarle, ó quizás se compadece de los aqueos al ver que son derrotados junto á las naves. Mas yo aconsejaría á Neptuno que fuera por donde tú, el de las sombrías nubes, le mandaras.»

47 Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y respondió con estas aladas palabras:

49 «Si tú, Juno veneranda, la de los grandes ojos, cuando te sientas entre los inmortales estuvieras de acuerdo conmigo; Neptuno, aunque otra cosa deseara, acomodaría muy pronto su modo de pensar al nuestro. Pero si en este momento hablas franca y sinceramente, ve á la mansión de los dioses y manda venir á Iris y á Apolo, famoso por su arco; para que aquélla, encaminándose al ejército de los aqueos, de lorigas de bronce, diga al soberano Neptuno que cese de combatir y vuelva á su palacio; y Febo Apolo incite á Héctor á la pelea, le infunda valor y le haga olvidar los dolores que le oprimen el corazón, á fin de que rechace nuevamente á los aquivos, los cuales llegarán en cobarde fuga á las naves, de muchos bancos, del Pelida Aquiles. Éste enviará á la lid á su compañero Patroclo, que morirá, herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de Ilión, después de quitar la vida á muchos jóvenes, y entre ellos al ilustre Sarpedón, mi hijo. Irritado por la muerte de Patroclo, el divino Aquiles matará á Héctor. Desde aquel instante haré que los teucros