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CANTO DÉCIMOTERCIO

tóse de ellos Neptuno, que bate la tierra. El primero que le reconoció fué el ágil Ayax de Oileo, quien dijo al momento á Ayax, hijo de Telamón:

68 «¡Ayax! Un dios del Olimpo nos instiga, transfigurado en adivino, á pelear cerca de las naves; pues ése no es Calcas, el inspirado augur: he observado las huellas que dejan sus plantas y su andar, y á los dioses se les reconoce fácilmente. En mi pecho el corazón siente un deseo más vivo de luchar y combatir, y mis manos y pies se mueven con impaciencia.»

76 Respondió Ayax Telamonio: «También á mí se me enardecen las audaces manos en torno de la lanza y mi fuerza aumenta y mis pies saltan, y deseo batirme con Héctor Priámida, cuyo furor es insaciable.»

81 Así éstos conversaban, alegres por el bélico ardor que una deidad puso en sus corazones.

83 En tanto, Neptuno, que ciñe la tierra, animaba á los aqueos de las últimas filas, que junto á las veleras naves reparaban las fuerzas. Tenían los miembros relajados por el penoso cansancio, y se les llenó el corazón de pesar cuando vieron que los teucros asaltaban en tropel la gran muralla: contemplábanlo con los ojos arrasados de lágrimas, y no creían escapar de aquel peligro. Pero Neptuno, que bate la tierra, intervino y reanimó fácilmente las esforzadas falanges. Fué primero á incitar á Teucro, Leito, el héroe Penéleo, Toante, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones; y para alentarlos, les dijo estas aladas palabras:

95 «¡Qué vergüenza, argivos, jóvenes adolescentes! Figurábame que peleando conseguiríais salvar las naves; pero si cejáis en el funesto combate, ya luce el día en que sucumbiremos á manos de los teucros. ¡Oh dioses! Veo con mis ojos un prodigio grande y terrible que jamás pensé que llegara á realizarse. ¡Venir los troyanos á nuestros bajeles! Parecíanse antes á las medrosas ciervas que vagan por el monte, débiles y sin fuerza para la lucha, y son el pasto de chacales, panteras y lobos; semejantes á ellas, nunca querían los teucros afrontar á los aqueos, ni osaban resistir su valor y sus manos. Y ahora pelean lejos de la ciudad, junto á los bajeles, por la culpa del jefe y la indolencia de los hombres que, no obrando de acuerdo con él, se niegan á defender los navíos, de ligero andar, y reciben la muerte cerca de los mismos. Mas, aunque el poderoso Agamenón sea el verdadero culpable de todo, porque ultrajó al Pelida de pies ligeros, en modo alguno nos es lícito dejar de combatir. Remediemos con pres-