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LA ILÍADA

estribando en el suelo para que el golpe no fuese débil, arrojó la piedra al centro de aquélla: rompiéronse ambos quiciales, cayó la piedra dentro por su propio peso, recrujieron las tablas, y como los cerrojos no ofrecieron bastante resistencia, desuniéronse las hojas y cada una se fué por su lado, al impulso de la piedra. El esclarecido Héctor, que por su aspecto á la rápida noche semejaba, saltó al interior: el bronce relucía de un modo terrible en torno de su cuerpo, y en la mano llevaba dos lanzas. Nadie, á no ser un dios, hubiera podido salirle al encuentro y detenerle cuando traspuso la puerta. Sus ojos brillaban como el fuego. Y volviéndose á la tropa, alentaba á los teucros para que pasaran la muralla. Obedecieron, y mientras unos asaltaban el muro, otros afluían á las bien construídas puertas. Los dánaos refugiáronse en las cóncavas naves y se promovió un gran tumulto.