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CANTO DUODÉCIMO

mos todos como voy á decir. Los escuderos tengan los caballos en la orilla del foso y nosotros sigamos á Héctor á pie, con armas y en batallón cerrado, pues los aqueos no resistirán el ataque si sobre ellos pende la ruina.»

80 Así habló Polidamante, y su prudente consejo plugo á Héctor, el cual, en seguida y sin dejar las armas, saltó del carro á tierra. Los demás teucros tampoco permanecieron en sus carros; pues así que vieron que el divino Héctor lo dejaba, apeáronse todos, mandaron á los aurigas que pusieran los caballos en línea junto al foso, y agrupándose formaron cinco batallones que, regidos por sus respectivos jefes, emprendieron la marcha.

88 Iban con Héctor y Polidamante los más y mejores, que anhelaban romper el muro y pelear cerca de las cóncavas naves; su tercer jefe era Cebrión, porque Héctor había dejado á otro auriga inferior para cuidar del carro. De otro batallón eran caudillos Paris, Alcátoo y Agenor. El tercero lo mandaban Heleno y el deiforme Deífobo, hijos de Príamo, y el héroe Asio Hirtácida, que había venido de Arisbe, de las orillas del río Seleente, en un carro tirado por altos y fogosos corceles. El cuarto lo regía Eneas, valiente hijo de Anquises, y con él Arquéloco y Acamante, hijos de Antenor, diestros en toda suerte de combates. Por último, Sarpedón se puso al frente de los ilustres aliados, eligiendo por compañeros á Glauco y al belígero Asteropeo, á quienes tenía por los más valientes después de sí mismo, pues él descollaba entre todos. Tan pronto como hubieron embrazado los fuertes escudos y cerrado las filas, marcharon animosos contra los dánaos; y esperaban que éstos, lejos de oponer resistencia, se refugiarían en las negras naves.

108 Todos los troyanos y sus auxiliares venidos de lejas tierras, siguieron el consejo del eximio Polidamante, menos Asio Hirtácida, príncipe de hombres, que negándose á dejar el carro y al auriga, se acercó con ellos á las veleras naves. ¡Insensato! No había de librarse de la funesta muerte, ni volver, ufano de sus corceles y de su carro, de las naves á la ventosa Ilión; porque su hado infausto le hizo morir atravesado por la lanza del ilustre Idomeneo Deucálida. Fuése, pues, hacia la izquierda de las naves, al sitio por donde los aqueos solían volver de la llanura con los caballos y carros; hacia aquel lugar dirigió los corceles, y no halló las puertas cerradas y aseguradas con el gran cerrojo, porque unos hombres las tenían abiertas, con el fin de salvar á los compañeros que, huyendo del combate, llegaran á las naves. Á aquel paraje enderezó los caballos, y los demás le