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CANTO NOVENO

partió unos pocos y se guardó los restantes. Mas las recompensas que Agamenón concediera á los reyes y caudillos siguen en poder de éstos; y á mí, solo entre los aqueos, me quitó la dulce esposa y la retiene aún: que goce durmiendo con ella. ¿Por qué los argivos han tenido que mover guerra á los teucros? ¿Por qué el Atrida ha juntado y traído el ejército? ¿No es por Helena, la de hermosa cabellera? Pues ¿acaso son los Atridas los únicos hombres, de voz articulada, que aman á sus esposas? Todo hombre bueno y sensato quiere y cuida á la suya, y yo apreciaba cordialmente á la mía, aunque la había adquirido por medio de la lanza. Ya que me defraudó, arrebatándome de las manos la recompensa, no me tiente; le conozco y no me persuadirá. Delibere contigo, Ulises, y con los demás reyes cómo podrá librar á las naves del fuego enemigo. Muchas cosas ha hecho ya sin mi ayuda, pues construyó un muro, abriendo á su pie ancho y profundo foso que defiende una empalizada; mas ni con esto puede contener el arrojo de Héctor, matador de hombres. Mientras combatí por los aqueos, jamás quiso Héctor que la pelea se trabara lejos de la muralla; sólo llegaba á las puertas Esceas y á la encina; y una vez que allí me aguardó, costóle trabajo salvarse de mi acometida. Y puesto que ya no deseo guerrear contra el divino Héctor, mañana, después de ofrecer sacrificios á Júpiter y á los demás dioses, botaré al mar los cargados bajeles, y verás, si quieres y te interesa, mis naves surcando el Helesponto, en peces abundoso, y en ellas hombres que remarán gustosos; y si el glorioso Neptuno me concede una feliz navegación, al tercer día llegaré á la fértil Ptía. En ella dejé muchas cosas cuando en mal hora vine, y de aquí me llevaré oro, rojizo bronce, mujeres de hermosa cintura y luciente hierro, que por suerte me tocaron; ya que el rey Agamenón Atrida, insultándome, me ha quitado la recompensa que él mismo me diera. Decídselo públicamente, os lo encargo, para que los aqueos se indignen, si con su habitual impudencia pretendiese engañar á algún otro dánao. No se atrevería, por desvergonzado que sea, á mirarme cara á cara; con él no deliberaré ni haré cosa alguna, y si me engañó y ofendió, ya no me embaucará más con sus palabras; séale esto bastante y corra tranquilo á su perdición, puesto que el próvido Júpiter le ha quitado el juicio. Sus presentes me son odiosos, y hago tanto caso de él como de un cabello. Aunque me diera diez ó veinte veces más de lo que posee ó de lo que á poseer llegare, ó cuanto entra en Orcómeno, ó en Tebas de Egipto, cuyas casas guardan muchas riquezas—cien puertas dan ingreso á la ciudad y por