lindos presentes te llevaban á Hélice y á Egas? Decídete á darles la victoria. Si cuantos protegemos á los dánaos quisiéramos rechazar á los teucros y contener al longividente Júpiter, éste se aburriría sentado solo allá en el Ida.»
208 Respondióle muy indignado el poderoso dios que sacude la tierra: «¿Qué palabras proferiste, audaz Juno? Yo no quisiera que los demás dioses lucháramos con el Saturnio Jove, porque nos aventaja mucho en poder.»
212 Así éstos conversaban. Cuanto espacio había desde los bajeles al fosado muro, llenóse de carros y hombres escudados que allí acorraló Héctor Priámida, igual al impetuoso Marte, cuando Júpiter le dió gloria. Y el héroe hubiese pegado ardiente fuego á las naves bien proporcionadas, de no haber sugerido la venerable Juno á Agamenón que animara pronto á los aqueos. Fuése el Atrida hacia las tiendas y las naves aqueas con el grande purpúreo manto en el robusto brazo, y subió á la ingente nave negra de Ulises, que estaba en el centro, para que le oyeran por ambos lados hasta las tiendas de Ayax Telamonio y de Aquiles, los cuales habían puesto sus bajeles en los extremos porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Y con voz penetrante gritaba á los dánaos:
228 «¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables sólo por la figura! ¿Qué es de la jactancia con que nos gloriábamos de ser valentísimos, y con que decíais presuntuosamente en Lemnos, comiendo abundante carne de bueyes de erguida cornamenta y bebiendo crateras de vino, que cada uno haría frente en la batalla á ciento y á doscientos troyanos? Ahora ni con uno podemos, con Héctor, que pronto pegará ardiente fuego á las naves. ¡Padre Júpiter! ¿Hiciste sufrir tamaña desgracia y privaste de una gloria tan grande á algún otro de los prepotentes reyes? Cuando vine, no pasé de largo en la nave de muchos bancos por ninguno de tus bellos altares, sino que en todos quemé grasa y muslos de buey, deseoso de asolar la bien murada Troya. Por tanto, oh Júpiter, cúmpleme este voto: déjanos escapar y librarnos de este peligro, y no permitas que los teucros maten á los argivos.»
245 Así se expresó. El padre, compadecido de verle derramar lágrimas, le concedió que su pueblo se salvara y no pereciese; y en seguida mandó un águila, la mejor de las aves agoreras, que tenía en las garras el hijuelo de una veloz cierva y lo dejó caer al pie del ara hermosa de Júpiter, donde los aqueos ofrecían sacrificios al dios, como autor de los presagios todos. Cuando los argivos vieron que