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CANTO OCTAVO

tor, promoviendo inmenso alboroto, hacían llover sobre ellos dañosos tiros. Y el gran Héctor, de tremolante casco, gritaba con voz recia:

161 «¡Tidida! Los dánaos, de ágiles corceles, te cedían la preferencia en el asiento y te obsequiaban con carne y copas de vino; mas ahora te despreciarán, porque te has vuelto como una mujer. Anda, tímida doncella; ya no escalarás nuestras torres, venciéndome á mí, ni te llevarás nuestras mujeres en las naves, porque antes te daré la muerte.»

167 Tal dijo. El Tidida estaba indeciso entre seguir huyendo ó torcer la rienda á los corceles y volver á pelear. Tres veces se le presentó la duda en la mente y en el corazón, y tres veces el próvido Júpiter tronó desde los montes ideos para anunciar á los teucros que suya sería en aquel combate la inconstante victoria. Y Héctor los animaba, diciendo á voz en grito:

173 «¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo á cuerpo combatís! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor. Conozco que el Saturnio me concede, benévolo, la victoria y gloria inmensa y envía la perdición á los dánaos; quienes, oh necios, construyeron esos muros débiles y despreciables que no podrán contener mi arrojo, pues los caballos salvarán fácilmente el cavado foso. Cuando llegue á las cóncavas naves, acordaos de traerme el voraz fuego, para que las incendie y mate junto á ellas á los argivos aturdidos por el humo.»

184 Dijo, y exhortó á sus caballos con estas palabras: «¡Janto, Podargo, Etón, divino Lampo! Ahora debéis pagarme el exquisito cuidado con que Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, os ofrecía el regalado trigo y os mezclaba vinos para que pudieseis, bebiendo, satisfacer vuestro apetito; antes que á mí, que me glorío de ser su floreciente esposo. Seguid el alcance, esforzaos, para ver si nos apoderamos del escudo de Néstor, cuya fama llega hasta el cielo por ser de oro, sin exceptuar las abrazaderas, y le quitamos de los hombros á Diomedes, domador de caballos, la labrada coraza que Vulcano fabricara. Creo que si ambas cosas consiguiéramos, los aqueos se embarcarían esta misma noche en las veleras naves.»

198 Así habló, vanagloriándose. La veneranda Juno, indignada, se agitó en su trono, haciendo estremecer el espacioso Olimpo, y dijo al gran dios Neptuno:

201 «¡Oh dioses! ¡Prepotente Neptuno que bates la tierra! ¿Tu corazón no se compadece de los dánaos moribundos, que tantos y tan