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CANTO OCTAVO

Cuando el sol hubo recorrido la mitad del cielo, el padre Jove tomó la balanza de oro, puso en ella dos suertes—la de los teucros, domadores de caballos, y la de los aqueos, de broncíneas lorigas—para saber á quiénes estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó y tuvo más peso el día fatal de los aqueos. La suerte de éstos bajó hasta llegar á la fértil tierra, mientras la de los teucros subía al cielo. Júpiter, entonces, truena fuerte desde el Ida y envía una ardiente centella á los aqueos, quienes, al verla, se pasman, sobrecogidos de pálido temor; ya no se atreven á permanecer en el campo ni Idomeneo, ni Agamenón, ni los dos Ayaces, ministros de Marte; y sólo se queda Néstor gerenio, protector de los aqueos, contra su voluntad, por tener malparado uno de los corceles, al cual el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, flechara en lo alto de la cabeza, donde las crines empiezan á crecer y las heridas son mortales. El caballo, al sentir el dolor, se encabrita, y la flecha le penetra el cerebro; y revolcándose para sacudir el bronce, espanta á los demás caballos. Mientras el anciano se daba prisa á cortar con la espada las correas del caído corcel, vienen á través de la muchedumbre los veloces caballos de Héctor, tirando del carro en que iba tan audaz guerrero. Y el anciano perdiera allí la vida, si al punto no lo hubiese advertido Diomedes, valiente en la pelea; el cual, vociferando de un modo horrible, dijo á Ulises:

93 «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! ¿Adónde huyes, confundido con la turba y volviendo la espalda como un cobarde? Que alguien no te clave la pica en el dorso, mientras pones los pies en polvorosa. Pero aguarda y apartaremos del anciano al feroz guerrero.»

97 Así dijo, y el paciente divino Ulises pasó sin oirle, corriendo hacia las cóncavas naves de los aqueos. El hijo de Tideo, aunque estaba solo, se abrió paso por las primeras filas; y deteniéndose ante el carro del viejo Nelida, pronunció estas aladas palabras:

102 «¡Oh anciano! Los guerreros mozos te acosan y te hallas sin fuerzas, abrumado por la molesta senectud; tu escudero tiene poco vigor y tus caballos son tardos. Sube á mi carro para que veas cuáles son los corceles de Tros que quité á Eneas, el que pone en fuga á sus enemigos, y cómo saben lo mismo perseguir acá y allá de la llanura, que huir ligeros. De los tuyos cuiden los servidores; y nosotros dirijamos éstos hacia los teucros, domadores de caballos, para que Héctor sepa con qué furia se mueve la lanza que mi mano blande.»