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L AF A N F A R L O

con él; y si, por casualidad, él la raptaba y la traía casi a la fuerza, ella se quedaba siempre atrás: por lo que, bajo el cielo en que él reinaba, su amor comenzaba a estar triste y enfermo de melancolía del azul, como un rey solitario.

Sin embargo, jamás se aburrió de ella; jamás, al abandonar su reducto amoroso, andando ligeramente sobre la acera, bajo el fresco aire de la mañana, probó aquella diversión egoísta del cigarrillo y las manos en los bolsillos, de la que nos habló en alguna parte nuestro gran novelista moderno[1].

A falta de corazón, Samuel tenía una inteligencia noble, y, en lugar de ingratitud, el deleite había engendrado en él esa conformidad deliciosa, ese ensueño sensual, que tal vez valga más que el amor, tal como lo ve el vulgo. Por lo demás, la Fanfarlo dio lo mejor de ella y le procuró sus más hábiles caricias, dándose cuenta que el hombre valía la pena: se había

  1. El autor de la Fille aux yeux d'or. (Nota de Ch. B.)