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L AF A N F A R L O

dormido, el clima horrible –la tormenta continuaba con su alboroto–, tuvo que obedecer a la que también obedecía. La sirvienta salía; cuando Cramer, presa de una nueva idea, se guindó por la ventana y gritó con voz de trueno:

– ¡Hey! ¡No olvide el lápiz labial!

Ese rasgo característico, que fue mencionado por la misma Fanfarlo una noche en que sus amigas la interrogaron sobre el comienzo de su relación con Samuel, no me sorprendió en absoluto; pude reconocer claramente en él al autor de las Osífragas. Siempre amará el carmín y el albayalde, la crisocola y los oropeles de toda clase. Con gusto cambiaría de color los árboles y el cielo, y si Dios le hubiera confiado el plan de la naturaleza, quizás lo habría arruinado.

Aunque Samuel tenía una imaginación depravada, y tal vez a causa de este mismo motivo, el amor era en él un asunto que concernía más al razonamiento que a los sentidos. Era sobretodo admiración y apetito por lo bello, consideraba a la reproducción