aquel encantador tugurio, que tenía a la vez aire de lugar maligno y de santuario, donde Samuel vio avanzar hacia él a la nueva diosa de su corazón, en el radiante y sagrado esplendor de su desnudez.
¿Qué hombre no querría, aun al precio de la mitad de sus días, ver a su sueño, a su verdadero sueño, posar sin velos delante de él, al fantasma adorado de su imaginación haciendo caer una a una todas las prendas destinadas a preservarlo de las miradas del vulgo? Pero he aquí que Samuel, arrebatado por un extraño capricho, se puso a gritar como un niño mimado: ¡Quiero a Colombina, devuélveme a Colombina! ¡Devuélvemela tal y como se me presentó la noche en que me enloqueció con su caprichoso atavío y su corpiño de saltimbanqui!
La Fanfarlo, sorprendida al principio, aceptó prestarse a la excentricidad del hombre que había elegido, y llamó a Flore; la que por mucho que insistió en que eran las tres de la mañana, que todo estaba cerrada en el teatro, el portero