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L A F A N F A R L O

dormitorios que parecían más bien cementerios, en esos grandes catafalcos que se hacían llamar camas, en esos grandes monumentos que tomaban el pseudónimo de sillones. Los apartamentos de Pompeya son tan grandes como una mano; las ruinas indias que cubren la costa de Malabar atestiguan el mismo sistema. Esos grandes pueblos, voluptuosos y sabios, conocen perfectamente la razón. Los sentimientos íntimos no pueden recogerse a sus anchas más que en espacios lo suficientemente estrechos.

La recámara de la Fanfarlo era pues muy pequeña, muy baja, obstruida por cosas blandas, perfumadas y de peligroso contacto; el aire, cargado de extraños miasmas, hacía dar ganas de morir lentamente allí, como en un caliente invernadero. La luz de la lámpara jugaba sobre un batiburrillo de encajes y telas de un tono violento pero equívoco. Aquí y allá, sobre las paredes, aquella luz iluminaba algunas pinturas llenas de voluptuosidad española: carnes extremadamente blancas sobre fondos sumamente negros. Era al fondo de