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L AF A N F A R L O

cosa, en la loca embriaguez que lo dominaba.

Una calesa baja y bien cerrada rápidamente arrebató al poeta y a la bailarina hacia la casita de la que ya hablé.

Nuestro hombre expresaba su emoción por medio de besos mudos que le aplicaba con fervor en los pies y en las manos. Ella también lo admiraba con viveza, no porque ignorara el poder de sus encantos, sino porque jamás había visto un hombre tan extraño ni una pasión tan eléctrica.

El día estaba oscuro como una tumba; y el viento, meciendo montones de nubes, descargaba con sus sacudidas un fuerte chaparrón de granizo y lluvia. Una gran tormenta hacía temblar las buhardillas y gemir los campanarios; el arroyo, lecho fúnebre donde se pierden las cartas románticas y las orgías de la víspera, arrastraba en borbollones sus mil secretos a las alcantarillas; la muerte se cernía alegremente sobre los hospitales, y los Chatterton y los Savage de la calle Saint-Jacques crispaban sus fríos dedos sobre sus