sin sorprenderlo. Samuel Cramer, que a menudo sorprendía al mundo, no se sorprendía con frecuencia. Parecía querer poner en práctica y demostrar en su propia vida la veracidad de aquel pensamiento de Diderot: “La incredulidad es a veces el vicio del tonto, y la credulidad el defecto del hombre de genio. El hombre de genio ve lejos en la inmensidad de las posibilidades. El tonto sólo ve como posible aquello que lo es. Tal vez sea eso lo que vuelve a uno pusilánime y al otro temerario.” Esto responde a todo. Varios lectores escrupulosos y amantes de la verdad verosímil tendrán sin duda mucho que replicar en contra de esta historia, en la que, sin embargo, no tuve más que cambiar los nombres y acentuar ciertos detalles; ¿cómo, dirán ellos, Samuel, un poeta de mal tono y costumbres reprochables, pudo abordar tan prestamente a una mujer como Madame de Cosmelly?, ¿cómo pudo volcar la conversación, de una novela de Scott, a un torrente de poesía romántica y banal?, ¿y cómo Madame de Cosmelly, la discreta y virtuosa esposa,
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L AF A N F A R L O