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L AF A N F A R L O

tía muy feliz–. Cuando fui su esposa ante Dios y ante la ley, lo amé incluso más. Lo amé demasiado, sin duda. ¿Estaba en lo correcto o equivocada? ¿Quién podría saberlo? Estaba feliz por ese amor, pero mi error fue creer que nada podía perturbarlo. ¿Lo conocía bien antes de casarme con él? No, sin duda; pero no se puede condenar más por su elección imprudente a una honesta muchacha que desea casarse, que a una mujer de mala vida que ha tomado un amante innoble. La una y la otra –¡pobres desdichadas!–, son igualmente ignorantes. Les falta a esas pobres víctimas, que llamamos mujeres en edad de casarse, una abyecta educación, es decir, el conocer los vicios del hombre. Quisiera que cada una de esas pobres chiquillas, antes de someterse al vínculo matrimonial, pudiera escuchar en algún lugar secreto, sin ser vistas, a dos hombres discutir entre ellos sobre las cosas de la vida, sobretodo de mujeres. Después de esta primera y temible prueba, ellas podrían entregarse