La observó por un rato en silencio, con la pose más enternecida y untuosa que pudo fingir; el hipócrita y brutal comediante estaba orgulloso de esas preciosas lágrimas; las consideraba como obra y propiedad literaria suyas. Mas estaba confundido respecto al sentido íntimo de aquel dolor; así como Madame de Cosmelly, ahogada en su cándida desolación, estaba confundida respecto a la intención de la mirada de su compañero. Se produjo entonces un singular juego de malentendidos, luego del cual Samuel Cramer le tendió definitivamente sus manos, que ella aceptó con tierna confianza.
–Señora –reanudó Samuel después de unos cuantos instantes de silencio, el clásico silencio de la emoción–, la verdadera sabiduría consiste menos en maldecir que en tener esperanza. Sin el divino don de la esperanza, ¿cómo podríamos atravesar ese repugnante desierto de tedio que acabo de describirle? El fantasma que nos acompaña es verdaderamente un fantasma de razón, mas podemos espantarlo rociándole el agua bendita de la