a esfumarse, ¡pero todos invariablemente crueles!
–¿Y la poesía…? –dijo la dama con una sonrisa en sus ojos.
–¡Siempre, señora! –respondió riendo Samuel– ¿Pero qué es lo que está leyendo?
–Una novela de Walter Scott.
–Comprendo ahora sus continuas interrupciones. ¡Qué aburrido escritor! ¡Un polvoriento desenterrador de crónicas! Un fastidioso montón de descripciones desordenadas, multitud de cosas viejas y trastes de todo género: armaduras, vajillas, muebles, posadas góticas y castillos melodramáticos, donde se pasean modelos libremente, vestidos con casacas y jubones abigarrados; tipos conocidos de los que ningún plagiario de dieciocho años querrá saber nada en diez años; castellanas imposibles y amores perfectamente desprovistos de toda actualidad, ¡ninguna verdad de corazón, ninguna filosofía de sentimientos! ¡Qué diferencia con nuestros buenos novelistas