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L AF A N F A R L O

el ardor inconstante y fugaz de su madre; y en la práctica de la vida, todos los defectos de la vanidad francesa. Se hubiese batido a duelo por un autor o un artista muerto dos siglos antes. Tal como había sido devoto con furor, era ahora ateo con pasión. Era a la vez todos los artistas que había estudiado y todos los libros que había leído y, sin embargo, a pesar de esta facultad común en los comediantes, seguía siendo profundamente original. Era siempre el tierno, el caprichoso, el perezoso, el terrible, el sabiondo, el ignorante, el desaliñado, el coqueto Samuel Cramer, la romántica Manuela de Monteverde. Enloquecía por un amigo como por una mujer, amaba a una mujer como a un compañero. Poseía la lógica de todos los buenos sentimientos y la ciencia de todas las astucias y, sin embargo, jamás había logrado nada, ya que creía demasiado en lo imposible. –¿Qué tenía él de sorprendente? Siempre estaba tratando de concebir eso.

Una tarde, Samuel tuvo deseos de salir; el clima estaba agradable y perfumado. Tenía, según su