C
allaron todos, y atentos escuchaban[1]. El padre Eneas entonces desde su alto asiento principió así:
Me mandas, ¡oh Reina! renovar un inefable dolor; que os diga cómo los Griegos destruyeron el poder de Troya y su deplorable reino; tristes sucesos que yo mismo he visto y que en gran parte sufrí[2]. ¿Cual Myrmidon, Dólope, ó soldado del cruel Ulises, al referir tales desgracias podría contener sus lágrimas? Y ya la húmeda noche se precipita del cielo, y los astros que bajan invitan al sueño. Pero si tanto es tu deseo de saber nuestros infortunios y oir ligeramente la última desventura de Troya, aunque mi alma se estremezca al recordarlos, y lo impida el llanto, empezaré:
Los Gefes Griegos, cansados de pelear desde tantos años, y de ser repelidos por los Hados, construyen con