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LIBRO SEXTO

de Aloes que intentaron despedazar los cielos con sus manos, y arrojar á Júpiter del celestial imperio.

Vi tamen á Salmoneo sufriendo crueles castigos.

Tirado en su cuadriga y sacudiendo una antorcha, recorria en triunfo los pueblos de la Grecia y pasó asi aún por en medio de la ciudad de Elis[1] exijiendo los honores de los dioses. Insensato! que con el sonido causado por el golpe de los bazos de sus caballos en un puente de bronce, queria á las tempestades imitar y al no imitable rayo. Pero el padre onmipotente por entre las densas nubes le disparó el divino fuego, y no tizones mezclados de humo ni antorchas como la que aquel lucía; é impeliéndole por un desencadenado torbellino le precipito en el Tártaro.

"Alli tambien se miraba Titio, hijo de la tierra que todo lo produce, cuyo cuerpo abrazaba nueve yugadas.

Un famélico buitre de corvo pico habita en lo profundo de su pecho; arranca su higado que jamás se acaba, y rejistra ansioso sus entrañas que siempre renacen para pábulo de los tormentos, y ni les da trégua á las fibras que de nuevo aparecen[2].

Para qué hablarte de los Lapitas, de Ixion y de Piritoo? Sobre ellos un negro penon está pendiente, amenazando caer por instantes. Reclinados en los suntuosos y festivos lechos de piés de oro, tienen dispuestos á su vista manjares de lujo real. La mayor de las furias sentada á su lado no los deja tocar las mesas; se levanta y sacu-