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LIBRO SEXTO

pedazos de encina y de maderos resinosos; á los costados de ella entrelazaron festones de funebre verdor; al frente poneo lúgubres cipreses, y adornan la cima con las fulgentes armas del muerto. Unos traen agua caliente en calderos de bronce que hervian al fuego; lavan y ungen al helado cadáver. Se oyen entonces dolientes ayes; ponen sus deplorables restos sobre un lecho; tienden encima sus purpúreas vestiduras, adornos demasiado conocidos. Otros triste ministerio! cargan el grande féretro, y volviendo el rostro, segun costumbre de sus antepasados, pegan fuego á la hoguera. Inflámanse á un tiempo las ofrendas, el incienso, los manjares, y el aceite que se derramaba de las copas[1].

Cuando el fuego hubo cesado y las cenizas habian caido al fondo, lavan con vino sus restos, y las áridas pavesas. Corineo separa los buesos y los encierra en una urna de bronce. Marchando lucgo tres veces al rededor de la hoguera, esparce sobre sus compañeros un lijero rocio de agua consagrada con un ramo de felice oliva[2], los purifica todos y dále el último adios. El piadoso Eneas le levanta un sepulcro de enorme mole sobre una alta montaña, llamada hoy Miseno por su nombre; nombre inmortal que conservará por siglos, y pone sobre él las armas de su amigo, un remo y un clarin.

Concluidas las exequias, Eneas cumple con presteza las órdenes de la Sibila.

Habia allí una inmensa y profunda cueva de ancha y