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LA ENEIDA

Apenas habia acabado estas palabras, cuando casualmente dos palomas bajan volando del cielo y delante de él se asientan sobre el verde prado. Al punto el grande héroe reconoce las ares de su madre, y lleno de contento las hace esta plegaria: "¡Oh santas aves! sed mi guía, si acaso hay un camino, y dirijid vuestro vuelo por los aires hacia los bosques, donde el rico ramo cubre con su sombra una dichosa tierra. ¡Y tú, divina madre mial no me abandones en tan dudoso trance". Dijo así, y contuvo el paso, observando qué indicios le dieran, adónde se dirijiesen[1]. Ellas, paciendo en las yerbas, dilataron su interrumpido vuelo cuanto los ojos de los que las miraban podian descubrirlas. Luego que hubieron llegado á las gargantas del Averno, veloces se elevan, y deslizándose por los cristalinos aires toman ambas el anhelado asiento sobre un árbol donde brillaba por entre las ramas un aurifero reflejo. Cual suele la liga en el invierno embellecer con sus nuevas hojas el árbol al cual no debe el ser, cercando en torno con sus dorados brotes los rollizos troncos; tal estaba en la opaca encina el frondoso ramo de oro, y tal sus hojas de metal se sacudian al suave viento. Eneas al punto le toma, impaciente le arranca como si él se resistiera, y le lleva á la cueva de la profetiza Sibila.

Entretanto los Troyanos en la ribera se ocupaban de llorar á Miseno y en hacer á sus frias cenizas los últimos honores. Levantaron primero una grande hoguera con