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LIBRO CUARTO

degollar á sus compañeros y al mismo Ascanio, y ponerle en la mesa para que lo comiera su mismo padre? Pero la fortuna hubiera estado indecisa en este combate.

Que lo estuviese, é á quién tenia que temer yo, que iba á morir? Hubiera llevado á su campo mis antorchas, hubiera cubierto sus naves con las llamas, hubiera acabado con el hijo, con el padre, con toda su raza, y despues yo misma me hubiera arrojado en ellas. ¡Sol que alumbras con tus rayos las obras todas del mundo! Y tu, Juno, que sabes y conduces el misterio de estas mortales ansias! ¡Y tu, Hecata invocada de noche en los pueblos con tristes clamores, en las encrucijadas de las calles! ¡Furias vengadoras! ¡Dioses de la moribunda Elisa! escuchad estas plegarias: haced sentir á los malvados vuestro justo enojo y oid mis suplicas[1]. Si es inevitable que ese monstruo llegue á un puerto y aborde á tierra; si así lo ordenan los decretos de Júpiter, y este debe ser el término de su viaje, que á lo menos sea vencido con oprobio por las armas de un pueblo fiero, y arrojado fuera de las fronteras: que arrancado de los brazos de Iulo mendigue entre extranjeros un socorro, y presencie oprobiosas muertes en los suyos; que cuando se sometiere á la ley de una pazvergonzosa, no goce de su imperio, ni de la vida que tanto ama; sinó que muera antes de tiempo y quede insepulto en medio de las playas. Esto es lo que os pido; esta es la última súplica que lanzo junto con mi sangre. ¡Y vosotros, ¡oh Tirios! perseguid con odio eterno á todo su linaje y a