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LA ENEIDA

ruegos. Pero él no se ablanda con ningunos llantos, ni él, duro, plegarias algunas escucha. Los destinos no lo permiten, y un Dios le cierra sus benignos oidos. Cual robusta encina de añoso tronco que los vientos de los Alpes luchan de una y otra parte por arrancar con sus violentos soplidos, y ella cruje, y su alta cima se sacude cubriendo hasta lėjos la tierra con sus hojas, pero queda inmóvil en las rocas, y cuanta es la copa que ha presentado á los etéreos vientos, otro tanto sus raices se dilatan en las rejiones del Tártaro; no de otro modo el héroe es combatido de todas partes con tenaces ruegos; los pesares asaltan su grande corazon; derrama estériles lágrimas; pero su alma persevera en su intento.

Entonces la infeliz Dido, aterrada de su destino, implora la muerte, se enfada al mirar la bóveda del cielo, y para que mas pronto terinine lo que ha pensado, y cese de existir, vé (¡horrible espectáculo!) que mientras ella ponia ofrendas en los altares, cubiertos con el humo de incienso, el agua consagrada se ennegrecia, y el vino al derramarle se convertia en podrida sangre. Ella sola lo vio y ni lo dijo á su misma hermana. Además, habia en el palacio un santuario de mármol dedicado á su antiguo esposo, al cual honraba con suma reverencia, adornándole con telas de lana blanca como la pieve, y con festivos ramos. Cuando la oscura noche cubria la tierra, le parecia oir alli los gemidos y la voz de Siqueo que la llamaba. En las bóvedas de su palacio el solitario