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LIBRO CUARTO

de sus maldades la mayor? Ya, ya ni el Dios hijo de Saturno, ni la grande Juno miran estas cosas con ojos, justos. No hay buena fé en lugar alguno. Arrojado en estas riberas, mendigo, yo le hospedé y le di parte en mi reino. ¡ Insensata! salvė sus naves y libré á sus compañeros de la muerte. ¡Ah! inflamada en iras soy arrastrada por las Furias! Y ahora los augurios de Apolo, ahora los oráculos Lyceos, ahora el mensajero de los Dioses enviado por el mismo Júpiter le trae por los aires espantosas órdenes. Por cierto que tal cuidado ocupa á los inmortales, y tal pensamiento turba el reposo de ellos. Ni ya yo te detengo, ni reſuto tus mentidas palabras. Anda: sigue á la Italia por entre las tempestades, busca tu imperio por entre las ondas. Si los santos númenes pueden algo, espero con confianza que hallarás tu suplicio en medio de los escollos, y que mil veces invocarás el nombre de Dido. Ausente, te seguiré con fúnebres fuegos; y cuando la fria muerte separe mi alma del cuerpo, sombra entonces, te estaré presente en todas partes. ¡Traidor! pagarás tu crimen, y yo lo oiré, y la fama irá á decirmelo en las profundas mansiones de los Manes." Diciendo estas palabras, se interrumpe en medio de sus quejas y despechada huye de la luz: se retira de la vista de Eneas y se va dejándolo en su aposento revolver diversos pensamientos y pronto á contestaria largamente. Sus sirvientes la sostienen, la ilevan desmayada á su aposento demármol y la ponen en su cama.