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LA ENEIDA

cantidad de tierra sobre su tumba. Levantamos altares á los Dioses Manes, y sus tristes aras las cubrimos con fúnebres festones y negro ciprés. Al rededor de ellas las troyanas lloraban, sueltos los cabellos, como era de costumbre. Echamos sobre el vasos espumosos de leche tibia y copas de sagrada sangre[1], encerramos su alma en el sepulcro, y en alta voz les dimos el último adios.

Desde que se pudo confiar en el mar, y que los vientos nos dieron apacibles aguas, cuando el blando susurrar del Austro nos llama al alta mar, mis compañeros echan las naves al agua y cubren la ribera. Dejamos el puerto y las costas, y las ciudades se nos retiran.

En el medio del mar Egeo[2], una sagrada isla está poblada, muy querida de Neptuno y de la madre de las Nereydas, la cual flotaba errante por las riberas y las costas hasta que el Dios que lleva el arco la ato á las altas rocas Gyaro y Micon é hizo que quedando inmovil, fuese habitable y pudiese desafiar los vientos. Alli voy, y aquella amenisima isla nos recibe en su seguro puerto, rendidos de cansancio. Bajados á tierra, veneramos la ciudad de Apolo. Su Rey Anio, Rey al mismo tiempo de la isla y sacerdote de Febo, viene á nosotros ceñidas sus sagradas sienes de laurel y de blancas vendas, y reconoce á su antiguo amigo Anquises. Juntamos nuestras manos en signo de hospitalidad y entramos en su palacio. Adoraba yo el Dios en su templo construido de antiguas piedras."; Dios de Timbria! le decia, dános