à un tiempo y corriendo se separaron tres sombras de entre una multitud que pasaba sobre la lluvia del áspero martirio.
Vinieron hácia nosotros, gritando cada cual:—Detente, tú, que, á juzgar por tus vestidos, eres hijo de nuestra depravada tierra.—¡Ah! ¡qué de llagas antiguas y recientes vi en sus miembros, producidas por las llamas! Su recuerdo me contrista todavía. A sus gritos se detuvo mi Maestro; volvió el rostro hácia mí, y me dijo:—Espera aquí, si quieres ser cortés con esos; aunque si no fuese por el fuego que lanza sus rayos sobre este lugar, te diria que, mejor que à ellos la prisa de venir, te estaria á tí la de correr á su encuentro[1].
Las sombras volvieron de nuevo á sus exclamaciones, luego que nos detuvimos, y cuando llegaron á donde estábamos, empezaron las tres á dar vueltas formando un círculo. Y como solian hacer los gladiadores desnudos y untados de aceite, que antes de venir á las manos buscaba cada cual la oportunidad de lanzarse con ventaja sobre su contrario, del mismo modo, cada una de aquellas sombras dirigia su rostro hácia mí, girando sin cesar, de suerte que tenian vuelto el cuello en distinta direccion de la que seguian sus piés.
—Aunque la miseria de este suelo movedizo y nuestro llagado y sucio aspecto haga que nosotros y nuestros ruegos seamos despreciables, comenzó a decir una de ellas, nuestra fama debe incitar á tu corazon á decirnos quién eres, tú, que sientas con tal seguridad los piés vivos en el Infierno. Este que vés tan desnudo y destrozado, y cuyas huellas voy siguiendo, fué de un rango mucho más elevado de lo que te figuras. Nieto fué de la púdica Gualdrata[2]; se llamó Guidoguerra, y