esperanza de tener un momento de reposo, ni de que su pena se aminore. Y del mismo modo que las grullas van lanzando sus tristes acentos, formando todas una prolongada hilera en el aire, así tambien ví venir, exhalando gemidos, á las sombras arrastradas por aquella tromba. Por lo cual pregunté:
—Maestro, ¿qué almas son esas á quienes de tal suerte castiga ese aire negro?—La primera de esas, de quienes deseas noticias, me dijo entonces, fué emperatriz de una multitud de pueblos donde se hablaban diferentes lenguas, y tan dada al vicio de la lujuria, que permitió en sus leyes todo lo que excitaba el placer, para ocultar de este modo la abyeccion en que vivia. Es Semíramis, de quien se lee que sucedió á Nino y fue su esposa y reinó en la tierra de que hoy es dueño el Sultan[1]. La otra es la que se mató por amor y quebrantó la fe prometida á las cenizas de Siqueo[2]. Despues sigue la lasciva Cleopatra.
Ví tambien á Helena, que dió lugar á tan funestos tiempos[3]; y ví al gran Aquiles, que al fin tuvo que combatir por el amor[4]. Ví á Paris, á Tristan[5], y á más de mil sombras que me fué enseñando y designando con el dedo, y á quienes Amor habia hecho salir de esta vida. Cuando oí á mi sabio nombrar las antiguas damas y los caballeros, me sentí dominado por la piedad y quedé como aturdido. Empecé á decir:—Poeta, quisiera hablar á aquellas dos almas que van juntas y parecen más ligeras que las otras impelidas por el viento.—Y él me contestó:—Espera que estén más cerca de nosotros; y entonces ruégales por el amor que las conduce que se dirijan hácia tí.—Tan pronto como